viernes, octubre 03, 2008

OGLA

Este es un maravilloso cuento que tuve la fortuna de conocer gracias a Gisi, quién lo usó como sujeto de análisis para su examen de Métodos 2. Es un perfecto y muy simpático retrato de los mexicanos que todos deberían leer y si no.... "pos ni modo"! jijiji

* “OGLA”

Ogla subió al avión sostenida por su hermana y por el representante de la Embajada quien verificaría su salida hacia Varsovia.

Su hermana había venido a recogerla gracias a que los amigos de Juanjo, el esposo de Ogla recién muerto, le habían enviado el boleto. No tenía ningún sentido que la viuda del escultor permaneciera internada en la clínica psiquiátrica de un país en donde a nadie le interesaba hacerse cargo de ella. Juanjo se había resistido a enviarla de regreso porque tenía la esperanza de que se recuperaría y podrían continuar con su vida familiar, pero cuando se ahogó, todo cambió.

Ogla y Juanjo se habían conocido en Lodz, en la casa de Luís, un amigo común que estudiaba cine, Juanjo se especializaba en técnicas escultóricas en Varsovia. Era un hombre inteligente y lúcido con una capacidad excepcional para analizar y descubrir conflictos pero también para causarlos. Su sentido del humor era un disfraz mal hecho. Se reía mucho y hacía reír a los demás pero nunca sus chistes, sus bromas o sus juegos eran catárticos. Al contrario, ponían a los otros ante un espejo de imágenes descarnadas en cuyos reflejos se reconocían culpables. Y sin embargo, jamás dejaban de escucharlo.

Cuando conoció a Ogla, se le acercó como a todas sus amantes de fin de semana pero ella lo rechazó. Fumó y bebió más que él durante la larga conversación y terminó por lanzarle el vaso de vino a la cara cuando no pudieron conciliar sus puntos de vista respecto a Cuba.

Ogla le gritó que no era sino otro imbécil becario ignorante y salió corriendo del departamento en el que se encontraban.

Juanjo la volvió a ver dos años después y la encontró mucho más vulnerable. Luis le advirtió que acababa de ser dada de alta de una clínica psiquiatríca y que debía procurar no alterarla. Juanjo habló con ella todo el fin de semana y terminó por regalarle un huipil oaxaqueño. Ogla sonrió por primera vez frente a Juanjo y él supo que debía seguir buscándola. Cuando cinco años después regresó a su tierra, la llevaba como esposa.

La inteligencia de la polaca pronto cobró fama. Hablaba cinco idiomas, cantaba y era actriz, lo que la convertía en una de las mujeres más interesantes del momento en el D.F. su principal defecto era que detestaba la superficialidad de los actos asociados a la pertura de las exposiciones, a los conciertos o a las conferencia. No endendía las páginas de sociales y le parecía idiota que se pagara porque los pobres vieran cómo se divertían los ricos en sus fiestas. Se negaba a hablar con personas que no tuvieran nada que decirle y cuando alguien le pedía su opinión acerca de alguna cosa era absolutamente sincera y directa, lo que le ganó en unas cuantas semanas fama de maleducada y de pedante.

Ogla había empezado a estúdiar el español antes de casarse. Lo leía perfectamente y lo entendía casi todo si estaba exento de regionalismos o de juegos de palabras, sobre todo de los albures que le parecían una fijación obsesiva en la mente de los mexicanos. Curiosamente, la jerga de los artistas y la de los jóvenes las habían atrapado al vuelo y a menudo utilizaba expresiones como “un broncón grueso” o “mala onda”, lo que no dejaba de causar gracia entre sus interlocutores.

Pero había cosas que Ogla no entendía de los mexicanos: su mimodismo, su afán (necesidad, decía ella) por celebrar todo lo celebrable y su cinismo para festejar hasta las derrotas del boxeador del momento, del equipo ecuestre en una competencia internacional, de la selección de futbol o de la Señorita México en un estúpido concurso de belleza. Cuando ella esperaba verlos acongojados, molestos, furiosos o indignados escuchaba un: “Bueno, pos ni modo” y a partir de ese momento, el dolor de la derrota, la frustración del triunfo soñado, la imposibilidad de la victoria se convertía en el pretexto para beber, comer, ondear la bandera nacional, mentarle la madre a los contrincantes, salir en hordas a las calles de una ciudad ya de por sí excesivamente poblada y tocar mucha música de mariachi como si las trompetas, el guitarrón y los falsetes pudieran exorcizar el fantasma del fracaso.

Todo eso era palpable. Sin embargo, había sutilezas que la ponían al borde de la desesperación. No entendía el significado subyacente del español que hablaban los mexicanos y que todo el mundo –excepto ella- parecía comprender sin dificultad.

La primera vez que la invitaron a una merienda la citaron a las cinco. Acudió puntual sólo para encontrar a la anfitriona en bata, con rizadores en la cabeza y metiendo el pastel al horno. Se disculpó por haber confundido la hora o el día pero su anfitriona le dijo en tono comprensivo y maternal que en México si alguien citaba a las cinco, se esperaba que los invitados llegaran más o menos a la seis. Ogla preguntó por qué no mejor citaban a las seis y, su anfitriona con toda naturalidad, respondió: “porque la gente empezaría a llegar a las siete”.

Una semana después, la invitaron al cine y preguntó la hora. Le dijeron que a las cuatro. Obediente y adaptada, llegó a las cinco sólo para encontrarse al grupo furioso porque les había echado a perder la función. “Pero la cita era alas cuatro”, dijo orgullosa para demostrar que había aprendido la lección, “y en México se cita a las cuatro para que la gente llegue a las cinco”. “No en el cine”, le respondieron, “el cine empieza puntual” “¿Y el teatro?”, arriesgó Ogla. “Ah, nunca sabes; depende". Ya no quiso preguntar de qué dependía porque era demasiada información para una sola tarde.

Regresó a su casa entre avergonzada y molesta. Mientras le contaba a Juanjo su experiencia, su esposo recibió la llamada del dueño de una galería para citarlo en la Zona Rosa. Juanjo, que estaba cerca del Ajusco, le dijo que se podían ver en veinte minutos. Ogla le hacía señas para recordarle que era una hora pico pero Juanjo la ignoró. Cuando colgó el teléfono le dijo: “Tú sabes que no llegarás allá en veinte minutos”. “Ya sé”. “¿y entonces?” Juanjo un poco desesperado trató de explicarle: “El también sabe que no llegaré a esa hora. Ninguno de los dos estaremos ahí antes de una hora y el que llegue primero, esperará al otro y nos encontraremos sin ningún problema”.

“¿Por qué….” su esposo la interrumpió: No me vuelvas a preguntar por qué no nos citamos a la hora precisa. Porque no. Porque los dos entenderíamos que el otro espera que lleguemos ahí una hora después de lo acordado”.

Ogla empezó a notar que aprender el mexicano, como decía ella, le era mucho más difícil que aprender cualquier otro idioma. Mientras se hablara de política, de economía, de problemas sociales o estéticos se sentía bien, pero en cuanto se integraba el lenguaje de las fiestas sociales a la conversación sentía como un nudo empezaba a cerrarle los intestinos y escalaba por el estómago, por el esófago y por la garganta hasta que se le atornillaba en el cerebro y le ponía la mente en blanco.

Un día, en una reunión, empezó a responder en polaco y Juanjo tuvo que recordarle que era una descortesía; nadie más la entendía, excepto él. Ogla le respondió todavía en polaco y casi con violencia, que tampoco ella entendía cuando hablaban ese lenguaje secreto que no venía en ninguna gramática ni en ningún diccionario y que la estaba volviendo loca. Juanjo se vio obligado a aceptar que el equilibrio de su mujer era cada día más frágil.

Pocos días después, Luís le pidió que lo acompañara al centro. Se toparon un director de créditos cinematográficos detestado por su amigo y debidamente correspondido por éste. Ogla estaba al tanto de las razones que justificaban el rechazo recíproco. Por eso se sorprendió cuando los contrincantes se dieron un sonoro abrazo. Conversaron sobre los problemas de las últimas películas filmadas en el país y el director de créditos pidió a Luís que le telefoneara la siguiente semana para discutir sus proyectos pendientes. Ambos quedaron de acuerdo y se despidieron. Ogla entre insegura y molesta por el nudo que empezaba a apretarle la cabeza, reclamó: “Creí que te caía muy mal, ¿cómo aceptas llamarlo?” “No lo voy a llamar y él lo sabe. Porque, además, si le hablara no tomaría mi llamada”. “¿Y, entonces, para qué se comprometen?” “No nos comprometemos, sólo decimos que nos comprometemos pero él sabe que a mí no me interesa llamarlo y yo sé que a él no interesa que lo llame”. “Y por qué no dejan de hablarse y se ahorran muchos problemas?”. “Porque nunca se sabe”. “¿nunca se sabe qué?” “Nada más; nunca se sabe…”
La última vez que los amigos de Ogla y Juanjo la vieron fue en un concierto en el que coincidieron cuatro parejas de amigos y un matrimonio conocido como “Los mecenas” a quienes Ogla les llamó la atención. Durante el intermedio platicaron tan agradablemente que al anunciarse la tercera llamada, los mecenas propusieron cenar juntos al día siguiente para continuar charlando a gusto. Fijaron las siete de la noche para reencontrarse y cuando Ogla preguntó en dónde se reunirían, la señora del mecenas le respondió con una sonrisa: “en su casa, por supuesto; tendremos mucho gusto de verla ahí”.

Juanjo estaba de viaje, así que Ogla se levantó a primera hora y empezó a organizar las cosas. Que los demás hubieran decidido cenar en su casa le parecía una descortesía atroz pero supuso que en México eso era algo normal y como había jurado hacer todo lo posible por entender las costumbres del país, sería una buena anfitriona.

En cuanto abrieron el banco sacó algo de la cuenta de ahorros que había prometido no tocar y compró lo necesario para preparar alimentos para diez personas. Lavó los vasos para el vino, aseó el departamento, preparó la ensalada y puso la carne a marinar después cumplió con los pendientes del día y regresó agitadísima dos horas antes de que los demás llegaran. Puso la mesa con una vajilla desigual, metió la carne al horno, sacó los quesos que a ella le gustaba comer al final de la cena pero que los mexicanos comían antes y se cambió de ropa.

Eran las siete; en una hora empezarían a llegar. A las ocho no había aparecido nadie; a las nueve tampoco. Ogla temió haberse equivocado, pero no, estaba segura. Llamó a tres de sus amigos. Nadie respondió. La carne se secó en el horno. Guardó de nuevo los quesos, abrió una botella de vino y se la bebió sola. Era por demás, no podía entender qué sucedía. Se quedó dormida con la botella en la mano. Así la encontró Juanjo al día siguiente.

Cuando la despertó, Ogla se limitó a abrazarlo y a llorar como niña perdida a quien alguien acaba de rescatar.
El teléfono sonó. Era uno de sus amigos preguntando por qué Ogla no había ido a casa de los mecenas. “¿a casa de los mecenas? Si me dijeron que la cena sería en mi casa y ¡mira! nadie vino”. Juanjo trató inútilmente de explicarle el significado de “su casa” pero Ogla gritaba en polaco tapándose los ojos con las manos; “A veces las cinco son las seis pero las cuatro siempre son las cuatro si es el cine… se ponen de acuerdo para llamarse cuando a ninguno le interesa hacerlo y ambos saben que nadie llamará al otro… se citan en un sitio a una hora en que nadie estará… se muere el perro y ni modo y se muere el padre y ni modo y roban los políticos y ni modo y se muere la gente de hambre y ni modo… e invitas a pasar a alguien a tu casa porque sabes que te dirá que no y si se atreve a decir que sí será juzgado como abusivo… y mi casa no es mi casa sino su casa y su casa no es su casa sino mi casa…”

Durante esa crisis la internaron en la clínica de la carretera a Toluca, de donde salió para viajar a su país. Ahí el tratamiento sería gratuito. Nunca se enteró que Juanjo había muerto. Su hermana escribió a los amigos dos veces más: una para agradecerles el boleto y el interés por Ogla y, otra, para avisarles que su hermana había sido dada de alta pero en su memoria no quedaba rastro alguno ni de Juanjo, ni de México, ni del español que jamás volvió a hablar.

No hay comentarios: